EL UNICO ESCRITOR SOY YO - DON QUIJOTE

Relato en pequeño formato - En mi voz -- Amigos

martes, 30 de agosto de 2016

Cuentos a dos manos


 Resultado de imagen para el elefante y el domador

— El domador domado --                                 

Un domador se jactaba de ser el único y verdadero artífice del arte de introducirse en las fauces de las fieras. Y no se limitaba únicamente a introducir la cabeza en la boca de los leones.
En una época en que escaseaba la visita de espectadores al circo –la única fuente de ingreso de los trabajadores circenses- , el domador decidió transgredir las normas de buen gusto.
 Fue entonces que frente a la pobre platea, tomó con sus dedos pulgar y anular la trompa de un elefante, tan delicadamente como si se tratase de labios femeninos, e hizo el repugnante pero pasional gesto del enamorado que desbordado de pasión, acaso de incontenible voluntad, se funde en la húmeda boca del ser amado. Un murmullo inasible se levantó desde el público, se mezclaban manifestaciones de aversión (la sociedad protectora de animales, las señoras de espíritu conservador, la mona Eugenia), admiración por la proeza (los adolescentes, las mujeres liberales, el malabarista) y de sorpresa (los padres de familia, los enanos, el presentador). El domador notó que la bestia se había erizado, que los pequeños dientecillos que tiene en la trompa para triturar las hojas le provocaban pequeñas heridas en su boca y que luego acariciaba esas lesiones tal como lo haría un humano. No le pasó desapercibida la erección del enorme pene del animal (y a esta altura del relato la sorpresa es también del lector), ni los suaves porrazos que le propinaba buscando su sexo. Esta actitud, normal de la bestia, no había sido prevista por el domador que retrocedía con pequeños pasos como si lo hubiera previsto antes, aunque hubiera preferido no hacerlo. Advirtió que al público no le pasaba desapercibido lo que ocurría aunque opinaba que había sido previamente calculado. El domador todavía estaba esperanzado en que el elefante cesara con su empeño y que todo quedara en su proeza. El dueño del circo y algunos empleados (un enano luego lo confirmaba) notaron que al domador la situación se le escapaba de control y se apresuraron a traer a la elefanta joven para distraer al gran macho, pero éste la registró con un leve movimiento y continuó en su erótica lucha con el domador. La boca de éste último ya estaba muy lastimada y sangraba, esto excitaba más al animal. El domador, al no resistir el dolor, se desmayó y cayó. El público de pie gritaba enardecido, algunos excitados por la escena (el malabarista, la mona Eugenia y una prima del presentador) y otros por compasión (las señoras de espíritu conservador que lucían sus enaguas al público, el público al ver la intimidad de las señoras de espíritu conservador). Los ayudantes del circo, por orden del dueño, castigaron con látigos al paquidermo para que desistiera. Éste, los ahuyentaba con sus patas traseras, su trompa y sus gritos salvajes por el dolor pero con los ojos brillantes y de destello rojizo mientras que, con todo cuidado, evitaba lastimar con sus patas al domador; pero seguía empujándolo con su miembro, ahora sí, determinado a consumar el apareamiento a que había sido llevado.

miércoles, 24 de agosto de 2016

En mi voz

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imagen de google
            Carita sucia


Era diferente, un mal ejemplo. 
La niña era rara <murmuraba el pueblo>, no hablaba, sonreía 
como tonta, buscaba a su mamá en todas las mujeres.
No tenía hermanitos y las niñas no 
querían jugar con ella y sus plumitas en la espalda les horrorizaban. 
Quería ir a la escuela como las demás, pero no tenía papeles y su carita estaba sucia. Las otras no la querían, decían que era rara. 
Un mal ejemplo para sus hijas <decían las mamás> pronto la olvidaron.
Dormía en la escalinata de la iglesia. Los pájaros iban a buscar migajas en la manito de 
la niña y ensuciaban la escalinata. El cura decía que los fieles se quejaban. La asistente 
social que debía contenerla y ayudarla no tardó en  llevarla al asilo.
Y ella, desplegó sus alitas y volando desapareció. 

viernes, 19 de agosto de 2016

En mi voz Ada Inés Lerner

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Hippies y hortensias

Hubo un tiempo en que yo iba a hablar con los hippies a las Islas del Delta, 
observaba sus artesanías y saludaba a las hortensias.
Hasta que me convencieron.
Una mañana de primavera en que los palos borrachos de la Av. 9 de Julio todavía estaban allí y florecían en rosas y blancos, me acordé de las hortensias y llegué hasta la Estación Retiro. Desde mi infancia era amiga de las hortensias en los brazos del Paranacito.
Subí al tren hasta San Fernando.  Admiré cómo navegaban los jóvenes estudiantes, y fui incapaz de imitarlos.
A pesar de mi edad mi madre nunca me permitió llegar hasta las islas más lejanas.
Tiempo después, ella arregló mi matrimonio con un señor parisino,  mayor
que yo, heredero de una importante fortuna familiar.
Nuestro noviazgo fue corto.
Mi familia estaba apurada por situaciones que ustedes comprenderían.
Mientras tanto empecé a ir todos los días al Paseo del Tigre acompañada de
mi esposo, Alain. Cuando me propuso navegar y entrar en las islas centrales
le dije con señas, (yo no hablaba francés y él tampoco español) que tenía miedo.
Alain insistió, tomó los mandos y el timón y enfiló directamente hacia un
brazo del Paranacito. Continuó navegando y yo me volví con mis hortensias y los hippies.
Comenzó a oscurecer. Regresé a casa. Alain no estaba. Hubo preguntas y
trámites obvios. Las fuerzas de seguridad se dirigieron al lugar y con buena
voluntad les señalé el brazo del río que él había tomado.
Juré que ignoraba su paradero.
Actuaron buzos. Salieron fotos en los diarios.
Parecía habérselo tragado la tierra o los ríos.
No volví a navegar.
Mis amigos sonreían comprensivos.
La situación se había tornado dolorosa de modo que dejé de saludar.
De cualquier forma consideré apropiado hospedarme en mi casa de París y
no he vuelto por aquí aunque pedí hippies y hortensias del Tigre para mi entierro.

En mi voz Ada Inés Lerner

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Hippies y hortensias

Hubo un tiempo en que yo iba a hablar con los hippies a las Islas del Delta, 
observaba sus artesanías y saludaba a las hortensias.
Hasta que me convencieron.
Una mañana de primavera en que los palos borrachos de la Av. 9 de Julio todavía estaban allí y florecían en rosas y blancos, me acordé de las hortensias y llegué hasta la Estación Retiro. Desde mi infancia era amiga de las hortensias en los brazos del Paranacito.
Subí al tren hasta San Fernando.  Admiré cómo navegaban los jóvenes estudiantes, y fui incapaz de imitarlos.
A pesar de mi edad mi madre nunca me permitió llegar hasta las islas más lejanas.
Tiempo después, ella arregló mi matrimonio con un señor parisino,  mayor
que yo, heredero de una importante fortuna familiar.
Nuestro noviazgo fue corto.
Mi familia estaba apurada por situaciones que ustedes comprenderían.
Mientras tanto empecé a ir todos los días al Paseo del Tigre acompañada de
mi esposo, Alain. Cuando me propuso navegar y entrar en las islas centrales
le dije con señas, (yo no hablaba francés y él tampoco español) que tenía miedo.
Alain insistió, tomó los mandos y el timón y enfiló directamente hacia un
brazo del Paranacito. Continuó navegando y yo me volví con mis hortensias y los hippies.
Comenzó a oscurecer. Regresé a casa. Alain no estaba. Hubo preguntas y
trámites obvios. Las fuerzas de seguridad se dirigieron al lugar y con buena
voluntad les señalé el brazo del río que él había tomado.
Juré que ignoraba su paradero.
Actuaron buzos. Salieron fotos en los diarios.
Parecía habérselo tragado la tierra o los ríos.
No volví a navegar.
Mis amigos sonreían comprensivos.
La situación se había tornado dolorosa de modo que dejé de saludar.
De cualquier forma consideré apropiado hospedarme en mi casa de París y
no he vuelto por aquí aunque pedí hippies y hortensias del Tigre para mi entierro.

viernes, 12 de agosto de 2016

Amigos invitados por Ada I.Lerner

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                                     Doña Azucena - 
                                                                                                   
Ana María Caillet Bois 
Rolando José di Lorenzo


Doña Azucena es como un árbol viejo, la savia se le ha detenido. 
Sin embargo, todavía se levanta cada día y prepara la sopa que la hizo famosa en el pueblo. 
Corta las verduras en cuadraditos del mismo tamaño, como si los marcara con una regla y al cabo de un rato comienza a sentirse 
el aroma inconfundible, como si fuera una parva de colores que 
obliga que los vecinos se asomen curiosos para ver a doña Azucena. 
Las rugosas manos de la mujer han trabajado tanto que al moverlas resuena en el silencio 
un crac crac metálico. Ella todavía siente la suavidad del amor entre sus dedos y cierra con 
fuerza las manos para que no escape, aunque sabe que lo hace para retener los recuerdos; 
si no siguiera creando sabores y colores dejaría de ser ella. 
Doña Azucena, viejo árbol con savia estática, necesita de las dos cosas: 
retener la memoria del viejo amor gozando en la intimidad, pero más aún, sufrir la exigencia 
de servir.
Y así pasará los días siguientes, entre las dos posiciones, que en definitiva son lo mismo: aquel amor por él, y el servicio del amor, hacia los otros.





miércoles, 10 de agosto de 2016

Tomado de Piedra y Nido x Ada I.Lerner

La canción - Luis Britto García                                                      
Posted: 07 Aug 2016 08:16 PM PDT
Al borde del desierto, en el ribazo, con la 
lanza clavada en la arena, mientras yo estaba 
sobre la muchacha, ella dijo una canción que 
pasó a mi boca y supe que venía desde la 
primera boca que había dicho una canción 
ante el rostro del tiempo para que llegara 
hasta mí y yo la clavara en otras bocas 
para que llegara hasta la última que diría una 
canción ante el rostro del tiempo.



Nana Rodríguez Romero. 
Elementos para una teoría del minicuento
Universidad Pedagójica y Tecnológica de Colombia, 
Tunja, 2007



Luis Britto García (Caracas, 9 de octubre de 1940), 
es un escritor, historiador, ensayista y dramaturgo venezolano. 
Biografía acá


martes, 9 de agosto de 2016

En mi voz

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Caronte invitándome a subir

                                       

                                       Paseando en canoa
                                                                
     por Ada Inés Lerner

Entonces yo pensaba mucho en el Hades. 
Quería ir a buscar un amor especial que emprendió antes el viaje.
Mientras leía todo lo que se publicaba.
Dibujé la puerta sagrada, cerrada y abierta, me gustaba abierta por aquello
de la libertad y todo eso.
A Caronte, mientras me llevaba por las orillas
del Río Leteo, le pedí un autógrafo pero me lo negó.
Se alejó en una canoa con formas aerodinámicas, todavía se podía oír al
otro pasajero que siguió su viaje llorar al mismo tiempo que danzaba un
ritual hostil y espeluznante en la niebla que rodea el paisaje sombrío,
la luna ausente.
Y el silencio roto por los ladridos temibles del Can Cerbero.
Me dispuse a dialogar con el Can, primero con la cabeza del centro, luego
con las otras tal como me enseñó un veterinario especialista que me
recomendó Abraxas.