Las almas volverán...
Mary atraviesa la placita con paso desparejo y torpe mientras atisba el futuro: de costado, como una yegua compadrita. Los pibes, malón de regreso que abandona con esfuerzo el potrero y la redonda, la observan como quien busca respuesta en un reloj detenido en otro tiempo.
Mary atraviesa la placita con paso desparejo y torpe mientras atisba el futuro: de costado, como una yegua compadrita. Los pibes, malón de regreso que abandona con esfuerzo el potrero y la redonda, la observan como quien busca respuesta en un reloj detenido en otro tiempo.
Las agitaciones y tormentas de una empleada
postal como Mary pertenecen al pasado reciente, quizás por eso gruñe un reclamo
desafinado por ese pueblo indolente.
En la estafeta la cortina rezonga y la
reciben afablemente el vaho, la humedad, y las hilachas de aquellas cartas
olvidadas.
A Mary la satisface esa
melodía y todas las mañanas ella insiste en danzar al compás de un acorde
quejoso:
—¿Qué será de mí si nadie
espera una carta? Una carta es una visita inesperada que uno puede besar,
acariciar o evocar…
Alguna vez, un repartidor
postal se acercó a Mary pero por culpa del destino, dios sin altar en el mundo
(tan insalvable como imprevisto) lo dejó ir: es que ella fue incapaz de
comprender que ese cartero, tercero involuntario, ya no cargaba de su hombro el
útero desierto con las cartas que muchos dejaron abortar en la madrugada por
ese correo electrónico, superficial y urgente.
Del buzón vacío nace una
canción y Mary, como aquel poeta, acompaña el tono de una oración de fe:
volverán las cartas olvidadas, volverán mis noches a rondar, y otra vez como
almas en bandada, me llamarán, me llamarán...
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