Noche de San Juan
por Luciano Doti
Las ferias han sido desde antaño un ámbito en el cual se dan cita las expresiones más populares de cada tiempo y lugar. En la edad media tuvieron su apogeo, siempre vinculadas al sentir religioso. La de la Noche de San Juan fue acaso la única que logró sobrevivir hasta nuestra era. Su origen se remonta a la Europa pagana, no por nada solía coincidir con el solsticio de verano, y aquí con el de invierno; esto último le ha dado un tono tipo Halloween del sur. Decenas de leyendas se asocian a esta festividad.
Por aquellos días, se celebraba una nueva edición de la Noche de San Juan. Ahora, mientras escribo esto, no puedo recordar con exactitud si era esa noche o ya había sido la anterior, o la próxima; por eso prefiero decir que fue por aquellos días. Más teniendo en cuenta que la celebración cae casi encima de la del Nacimiento del Sol, de origen incaico. Y a veces ambas se unifican.
Me hallaba yo en la Feria de Mataderos, ese día había muchos números artísticos dedicados a ambas fiestas, aunque la de los aborígenes tenía epicentro en la Reserva Ecológica. Bebí bastante. Un poco había empezado a hacerlo yo solo, pero luego me encontré a unos amigos, y la ronda de vino patero y empanadas continuó extendiéndose. Como un regreso rutilante al medio-evo, me entregué a un pantagruélico festín. Tinto va, tinto viene, iba adentrándome en un soporífero trance, bajo la orbita de quién sabe que ídolo. Pudo ser, Inti, Baco o cualquier otro dios. De seguro no era Dios, no Jehová, pese a la invocación de San Juan.
En qué momento me sentí inmerso en ese océano sin tiempo y lugar en que habitan los seres que salen en la noche a atormentar las almas penantes, no lo sé con propiedad. Esta historia tiene más dudas que certezas al respecto. Quizás en esas dudas sobre el tiempo radique la principal certeza, ya que la ausencia de un orden cronológico indica la entrada a una dimensión diferente a la que habitamos en cuanto cuerpo. Estoy sí convencido de que había llegado a la feria de día, y que para entonces era ya de noche. Brillaban fulgurantes las fogatas encendidas en toneles de metal colocados para la ocasión. El rumor de la gente era un murmullo envolvente, cargado de una atmósfera siniestra. Me quedé atónito observando tal enjambre de personas, objetos y expresiones culturales; comidas cuyos aromas impregnaban el aire, un partido de fútbol improvisado en plena calle con una pelota que ardía en llamas, jineteadas… A lo lejos se oía el galopar de una tropilla de equinos, un eco distante que a cada segundo se volvía más y más próximo. Cuando ya estuvieron junto a mí, me di cuenta de que las bestias no eran simples caballos, ni los jinetes personas comunes y corrientes. Las bestias eran más bien una especie maldita, que pretendiendo emular a nuestros nobles equinos, se les mimetizaban sin alcanzar a ser iguales, principalmente porque éstos tenían alas. Los jinetes serían los del Apocalipsis, ¿quién sabe?; estaban enmascarados y no hacían más que galopar en círculo, en rededor nuestro, contemplando las fogatas. Después levantaron vuelo. Yo seguía observando, atónito. Un poco porque el consumo de vino me había quitado las ganas de hablar, experimentaba un estado de narcolepsia, frecuente en tales circunstancias, y a eso se le sumaba que esos jinetes y sus bestias me habían robado parte de mi voluntad, me habían despojado de toda fuerza al remontar vuelo.
Pasaron el resto de la noche volando también en círculos. De vez en cuando alguno se mandaba una caída libre hacia nosotros para luego regresar al aire, describiendo una suerte de “U”. En cualquier caso, no lograban tocarnos. Finalmente, el amanecer los disipó.
Es una noche mágica la de San Juan, desde el medio-evo se la ha elegido como celebración cargada de misticismo. Cuenta una leyenda que viene de aquellos tiempos, que en la región del antiguo reino de Asturias, unos caballos con alas y de diferentes colores suelen sobrevolar los campos montados por misteriosos jinetes, y los pastores encienden fogatas, ya que es creencia popular que el fuego es el mejor antídoto para ahuyentarlos.
Por aquellos días, se celebraba una nueva edición de la Noche de San Juan. Ahora, mientras escribo esto, no puedo recordar con exactitud si era esa noche o ya había sido la anterior, o la próxima; por eso prefiero decir que fue por aquellos días. Más teniendo en cuenta que la celebración cae casi encima de la del Nacimiento del Sol, de origen incaico. Y a veces ambas se unifican.
Me hallaba yo en la Feria de Mataderos, ese día había muchos números artísticos dedicados a ambas fiestas, aunque la de los aborígenes tenía epicentro en la Reserva Ecológica. Bebí bastante. Un poco había empezado a hacerlo yo solo, pero luego me encontré a unos amigos, y la ronda de vino patero y empanadas continuó extendiéndose. Como un regreso rutilante al medio-evo, me entregué a un pantagruélico festín. Tinto va, tinto viene, iba adentrándome en un soporífero trance, bajo la orbita de quién sabe que ídolo. Pudo ser, Inti, Baco o cualquier otro dios. De seguro no era Dios, no Jehová, pese a la invocación de San Juan.
En qué momento me sentí inmerso en ese océano sin tiempo y lugar en que habitan los seres que salen en la noche a atormentar las almas penantes, no lo sé con propiedad. Esta historia tiene más dudas que certezas al respecto. Quizás en esas dudas sobre el tiempo radique la principal certeza, ya que la ausencia de un orden cronológico indica la entrada a una dimensión diferente a la que habitamos en cuanto cuerpo. Estoy sí convencido de que había llegado a la feria de día, y que para entonces era ya de noche. Brillaban fulgurantes las fogatas encendidas en toneles de metal colocados para la ocasión. El rumor de la gente era un murmullo envolvente, cargado de una atmósfera siniestra. Me quedé atónito observando tal enjambre de personas, objetos y expresiones culturales; comidas cuyos aromas impregnaban el aire, un partido de fútbol improvisado en plena calle con una pelota que ardía en llamas, jineteadas… A lo lejos se oía el galopar de una tropilla de equinos, un eco distante que a cada segundo se volvía más y más próximo. Cuando ya estuvieron junto a mí, me di cuenta de que las bestias no eran simples caballos, ni los jinetes personas comunes y corrientes. Las bestias eran más bien una especie maldita, que pretendiendo emular a nuestros nobles equinos, se les mimetizaban sin alcanzar a ser iguales, principalmente porque éstos tenían alas. Los jinetes serían los del Apocalipsis, ¿quién sabe?; estaban enmascarados y no hacían más que galopar en círculo, en rededor nuestro, contemplando las fogatas. Después levantaron vuelo. Yo seguía observando, atónito. Un poco porque el consumo de vino me había quitado las ganas de hablar, experimentaba un estado de narcolepsia, frecuente en tales circunstancias, y a eso se le sumaba que esos jinetes y sus bestias me habían robado parte de mi voluntad, me habían despojado de toda fuerza al remontar vuelo.
Pasaron el resto de la noche volando también en círculos. De vez en cuando alguno se mandaba una caída libre hacia nosotros para luego regresar al aire, describiendo una suerte de “U”. En cualquier caso, no lograban tocarnos. Finalmente, el amanecer los disipó.
Es una noche mágica la de San Juan, desde el medio-evo se la ha elegido como celebración cargada de misticismo. Cuenta una leyenda que viene de aquellos tiempos, que en la región del antiguo reino de Asturias, unos caballos con alas y de diferentes colores suelen sobrevolar los campos montados por misteriosos jinetes, y los pastores encienden fogatas, ya que es creencia popular que el fuego es el mejor antídoto para ahuyentarlos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario