El vendedor
–Lotes en Marte, pronto
partirá la nave, a diez pesos cada uno
--el niño, vestido con ropa de algún
finado (que era de mayor talle), los dedos de los pies fuera de unas zapatillas
que siempre le han quedado chicas, carita iluminada con ojitos de hambruna
añeja recorre la taberna portuaria y deja en cada mesa unos papelitos que pasa
a buscar luego y controla si el supuesto cliente falla –Déle, don, es un viaje
corto y ya va reservando su lotecito.
–Gracias no tengo
interés – Gideon se siente desdichado porque el niño no lo mira de frente, ¿su
respuesta no es importante? Es la primera sílaba que acudió a sus labios. No
tiene intención de lastimar al niño con una negativa.
–Mire que la nave ya está por salir, podrá ubicarse donde quiera y recién se está poblando el planeta rojo, estará cerca del Super Chino, de los cines –repite el precoz vendedor sin mirar a nadie en particular y la vista fija en la mesita mugrienta y los platitos con algunos restos. Lorenzo observa al niño como si no lo hubiera escuchado y le tiende los palitos salados que el rapaz devora al instante. —Déle don, -- el niño se vuelve a Lorenzo. Lorenzo le acerca unas aceitunas flacas y arrugadas que desaparecen – será dueño, con su amigo, de un lote para un bar – la mirada abarca el local… más grande que éste.
–Mire que la nave ya está por salir, podrá ubicarse donde quiera y recién se está poblando el planeta rojo, estará cerca del Super Chino, de los cines –repite el precoz vendedor sin mirar a nadie en particular y la vista fija en la mesita mugrienta y los platitos con algunos restos. Lorenzo observa al niño como si no lo hubiera escuchado y le tiende los palitos salados que el rapaz devora al instante. —Déle don, -- el niño se vuelve a Lorenzo. Lorenzo le acerca unas aceitunas flacas y arrugadas que desaparecen – será dueño, con su amigo, de un lote para un bar – la mirada abarca el local… más grande que éste.
—Eh! mocoso, ¿qué te
pasa? encima que te dejo entrar –protesta el tronpa detrás del mostrador. La
panza no lo deja acercarse al escaño y la diabetes ya le ha atacado las
piernas, así que se bambolea con un ritmo irregular según el dolor. No escucha
gran cosa y ve menos. El aludido, como si no hubiera registrado que se dirigen
a él se vuelve al tercero en la mesa.
—¿Y usted, señor? --la
diferencia en el trato la hace el viejo fieltro que tapa la calva de don Ferro
y su chaleco rayado bajo un ropaje que no se caracteriza por su armonía. La
camisa ostenta el cuello despeluchado y las mangas no aparecen por ningún
costado —usted que es un señor querrá tener una parcela mayor en el centro
mismo.
Don
Ferro, elevado de categoría por el rapaz, quiere ser generoso y le estira su
jarra de cerveza.
—¡Animal!
los chicos no… Sin dudarlo el vendedor traga de un sorbo los restos de la
bebida. Esto fue algo imprevisto a más no poder, aun sin ser una iglesia.
Lorenzo se siente un tanto azorado, pero también nota que le suda la región
baja de la espalda, justo por encima de su cinturón de cuero de ocasión.
—Pibe ¿Las llevas encima? – murmura Lorenzo.
—Sí, don, la nave ya da vueltas – el vendedor hace un aspa con un brazo – y da vueltas y más vueltas y da vueltas sin parar, y así pronto partirá sin tiempo hacia el futuro.
—Sí –contesta Gideon –tomá diez pesos para que de vueltas sin fin.
—No gracias, don, señor, no pido limosna –como si fuera a partir ya a velocidad supersónica –, gira y gira. Pueden verla en la esquina…
Don Ferro no supo dónde meterse. Incapaz de sonrojarse, fue más copioso su sudor.
—Pibe ¿Las llevas encima? – murmura Lorenzo.
—Sí, don, la nave ya da vueltas – el vendedor hace un aspa con un brazo – y da vueltas y más vueltas y da vueltas sin parar, y así pronto partirá sin tiempo hacia el futuro.
—Sí –contesta Gideon –tomá diez pesos para que de vueltas sin fin.
—No gracias, don, señor, no pido limosna –como si fuera a partir ya a velocidad supersónica –, gira y gira. Pueden verla en la esquina…
Don Ferro no supo dónde meterse. Incapaz de sonrojarse, fue más copioso su sudor.
Nunca le había ocurrido nada como aquello,
jamás. Se sentía desarmado, desmontado del caballo, y triste. Los ojos de todos
ellos, los estibadores de hombros encorvados, los ferroviarios enzarzados en un
truco tramposo o haciendo eses de camino a casa quedaron excluidos del todo, o
tal vez aún mejor, eran del todo desconocidos y mucho más terrible, los ojos
del niño se han clavado en él. Gideon sintió el rabo entre las piernas. Se le
conocía allí dentro, en el sentido de que su grotesca apariencia externa tiempo
atrás había dejado de contrariar y distanciar a los camareros. Aquel condenado
chaval, con sus trapos y su presencia magnética los tenía a su merced.
–No –farfulló Gideon –no, muchas gracias,
esta noche no, gracias.
–Sólo me quedan las últimas se las dejo por
nada, yo también parto, ¿para qué quedarse, no le parece, don?
–¿Y cómo sabré – musita Lorenzo con un
hilillo de voz – que no me estás metiendo el perro?
--La nave gira y gira y nos promete un futuro
mejor...
–Dios lo bendiga, señor –el niño hace ademán de marcharse.
--Eh
–exclama don Ferro –que me debés las entradas… me debés dos.
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