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El botellero
La viuda quita primero la traba superior,
ahora abre el cerrojo de la puerta de entrada. Con un cielo sin nubes el sol se
luce en una mañana radiante. Ya le llegan el aroma salvaje de un jazmín
florecido y el saludo de los pájaros que han anidado en el álamo plateado de la
casa vecina. El tramo que la separa de
la reja no le impide seguir atenta el recorrido del botellero en su carro
colmado de trastos. Ella cruza un trecho del sendero empedrado entre macetones
de fresias y jacintos en el césped profuso del jardín. El tenaz ladrido de
Colita le hace presente la advertencia del finado:
--No abras la puerta, ni a los proveedores
ni a vendedor ambulante alguno.
Se arrima el jamelgo
en busca del pasto húmedo. El hombre, pequeño, marchito, de edad indefinida, de
pobre entrazado la saluda, conserva prudente distancia. Huele como perro entrenado
el temor de la mujer:
--Buenas, doña…
--Espere. Tengo unas botellas… --la viuda
regresa a la casa. Reaparece en el marco de la puerta con dos botellas vacías
de un exclusivo vino francés. Camina hacia la reja. El hombre extiende sus
manos ajadas, con movimientos lentos y torpes. Sorprendida advierte que los
botellones no pasan a través del espacio estrecho que dejan las varillas de la
verja. Los dos se detienen. Se observan. Se miden.
El silencio es un estilete de dudas y ofensas.
El silencio es un estilete de dudas y ofensas.
El hombre baja la vista con resignación y se
aparta. Simula acomodar las riendas al caballo y sube al soporte precario.
Ahora el sol apenas espía detrás de las nubes al tiempo que llega a la esquina
de La Cuadra y se oyen gemir las ruedas del carro mientras reparte chirridos y
vergüenzas a uno y otro lado de las rejas.
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