Un
crimen literario
Lentamente,
con sumo cuidado, como quien lamenta desechar una presunción firmemente
arraigada, Faustino Vardé cubrió el cuerpo desnudo.
Claro que en su dilatada experiencia policial había aprendido a distinguir y controlar sus
emociones de hombre bilioso y ardiente,
pero este caso no era igual a los anteriores, ni tampoco a los que
vendrán, pensó.
En silencio, sin quitar la vista de la
camilla, hizo una seña al forense y así, sin más, dio por terminada la
inspección. Giró sobre sus pies y sigiloso, salió como había entrado. Ni
siquiera a si mismo se hubiera confesado su desconcierto. Lo que había visto no
era de hombres, carajo.
El métier le aconsejaba leer los informes
técnicos y luego entrevistar a los familiares, seguro que también a algún amigo
personal del occiso. Cumplidas estas diligencias se abandonaría en su sillón
favorito, mediante una tablita de quesos, una copa de Cabernet Sauvignon
2003 y a cavilar y atar cabos sueltos.
El expediente policíaco confirmó la
identidad del muerto: en síntesis, libre de antecedentes, empleado jerárquico
de una multinacional, costumbres
irreprochables. Soltero, vivía solo en un departamento céntrico, Vardé
se prometió unja inspección cuidadosa.
El legajo también decía que el occiso visitaba los sábados a su madre
nonagenaria, en un buen instituto geriátrico, y que frecuentaba un club de
golf, era habitué a los abonos del Instituto Mozarteum y en ocasiones alguna
reunión literaria.
Podríamos
haber sido amigotes, pensó Vardé.
Por ahora no le parecía relevante
entrevistar a la anciana, y siguió su línea original de trabajo: decidió que al
día siguiente, martes, concurriría a la oficina de la víctima.
El inspector había estado ausente demasiadas horas de su refugio - como gustaba llamarlo - pero comprobó
satisfecho que la encargada había limpiado y ordenado a conciencia. Toda su
ropa estaba colgada y doblada, según sus instrucciones, el placard prolijo y la
heladera provista de acuerdo a sus necesidades, incluso había recordado su
preferencia por la rúcula…
Mientras pelaba y cortaba en
rodajas finísimas una cebolla blanca, repasaba en voz queda los datos con que
contaba, se detuvo en las marcas que había visto en la cara de Luigi, como
había decidido llamarlo; después lavó y preparó una ensaladita fresca. Concluyó
que debía ser investigado, en especial, el hecho que tanto lo había
impresionado. Acto seguido separó el
tallo del apio, y guardó con cuidado las
hojas con las que proyectó una deliciosa
consomé de verdura para la noche siguiente. Iba ya por el aderezo con abundante
limón y un chorrito de aceite de oliva cuando se le ocurrió que era a todas
luces anormales que en el expediente no se mencionara a ninguna mujer que rondaba
la vida del occiso.
Cherchez la femme, pensó.
—Voilá!
Está deliciosa —se dijo en voz alta
luego de probar la ensalada.
Y
concluyó: “Sin duda, se impone una visita al departamento de Luigi”.
Completó
el menú un trozo generoso de queso Fontina y la única copita diaria de tinto
que se permitía. Observó su color, percibió el aroma y lo paladeó. Cómodo. ya instalado, se dispuso a ver una
película protagonizada por Meryl Streep.
—Qué
mujer, debe haber sido una hembra así la
que habría elegido Luigi. Inteligente, independiente, desprejuiciada. ¡Qué pantalón mamita! Sí, sin ninguna duda, pero ¿qué tendría que
ver ella con el crimen? Se conocieron, se encontraban a veces cuando el cuerpo
manda, nada de matrimonio o convivencia, ella no lo aceptaría, profesional o no
pero se mantiene sola, seguro.
Buena, buena película. Cama afuera, eso sí. Buena música, también. Ah, es una situación
ideal. Algo raro debe haber, en todas partes se cuecen habas. Yo también elegiría una
fémina así, Luigi. Podríamos haber sido
amigos, insisto, jugar al golf, alguna
noche en The New York City Bar. ¿Por qué carajo no aparece una mujer entre los
conocidos? Sólo el trabajo, la madre, música, libros y el golf. Buen final.
—Hora
de dormir. Mañana será otro día.
Macrocentro, torre, todos los servicios,
piso 21, palier privado.
—Vaya
nomás, vaya, no quiero demorarlo, luego me muestra la cochera y le alcanzo la
llave. —A regañadientes y con una mueca
de disgusto el encargado enfiló hacia la escalera de servicio.
Un
estar en dos niveles con toilettes, office, cocina y comedor diario, luego dos
habitaciones, en la más pequeña el escritorio con una importante biblioteca,
¡qué bañazo! Y lo vinieron a matar en el jacuzzi. Vardé volvió a repasar los detalles del
expediente: estaba solo, un tiro en la frente, sin rastros del arma ni huella
alguna del asesino, sin signos de lucha ni puerta forzada. El lunes a las 7 am.
lo encontró la mucama, hora en que todas las mañanas entraba a limpiar.
¡Pobre Luigi! ¿En quién confiaste?,
pensó Vardé.
—Por
favor aguarde allí, inspector —La
empleada arqueó su mano juvenil y pequeña para señalarle una salita, algo
alejada de las oficinas.
Reflexionó Vardé: Demasiado jovencita, a Luigi no le gustaría. La entrevista con el gerente de Relaciones
Humanas y otros compañeros de trabajo del occiso no le aportó demasiado; como
suele suceder con los muertos, todos repitieron las mismas palabras huecas,
algunos jugaban al golf con él, otros solían visitar su departamento, los más
sólo lo trataban en el trabajo. Dicen
que entre los que solían frecuentarlo había dos mujeres de mediana edad,
escritoras.
No
creo que fueran tu tipo, Luigi, se dijo Vardé.
Más por deformación profesional que por otra
razón el inspector dirigió el Renault
por la Autopista
hasta el centro de la pequeña ciudad, allí tomó el Puente y en pocos minutos
llegó al geriátrico. Cruzó el parque de entrada y en el hall tuvo que aguardar
demasiado a un hombrecito de edad indefinida que lo miró con curiosidad y
recelo:
—La
persona que usted busca falleció hace diez años, Inspector.
No lo decía el informe. Estos descuidos lo
enfurecían. El tiempo que había perdido, buscaba una evidencia inexistente. El
oficial a cargo no se había llegado hasta allí, ni siquiera se molestó en
llamar por teléfono.
Se dirigió a Homicidios y cuando entró a su
oficina resoplaba iracundo por todos los
poros. Alguno por ahí lo comparó con un toro en el ruedo. Le faltaba agitar el
suelo con la pata delantera antes de embestir. Los oficiales a cargo del caso
balbuceaban, y entre los gritos de Vardé y las medrosas palabras de los otros,
surgió la versión: Una vecina dijo que se lo había comentado la mucama.
Cherchez
la femme, malició otra vez, después
de todo los franceses saben de qué hablan.
Esa noche, y tal como lo había proyectado,
el inspector Faustino Vardé cortó en juliana una zanahoria, un pedazo de
calabaza, un zapallito redondo, una batata, desgranó el choclo, también incluyó
el verde del apio, y unas hojas de espinaca. A último momento recordó el
puerrito. Mientras la sopa llegaba a su punto justo rebobinó otra vez la
película de Meryl Streep.
Cuando estuvo sentado en su sillón favorito,
con la cazuela humeante frente a sí, caviló y caviló, y ató cabos, hasta que
Meryl se despide de África y vuelve a Dinamarca.
En la madrugada,
después de dejar mi lecho tibio y con sumo cuidado, como quien lamenta
corroborar una presunción firmemente arraigada, el inspector Faustino Vardé
dejó escrito en la Agenda
de mi Laptop:
—¿Por qué le sacaste los ojos? ¿A
Luigi no le gustaban tus cuentos?