El viento Zonda
Una
tarde de viento oeste, una tarde que paseaba por los senderos de Parque Leloir
escuché que alguien comentaba que Ernestina Godoy y Rufino Pocoví se escondían
en los jardines de la Clínica
del Parque para intercambiar palabras y caricias que les traía la brisa.
Y dijeron que Rufino Pocoví –
después de muchos inviernos viviendo allí, tantos que ya nadie recordaba por
qué había ingresado – logró que el
Doctor Mayor le confiara su jardín, con las flores de estación y de las otras y
los paraísos y eucaliptos y acacias y pinos negros, blancos, y muchos otros y
que Rufino Pocoví le explicó a su mujer que los pinos tienen siempre verdes las
hojas y le regaló varias piñas, fruto de sus árboles amados.
Dijeron que Ernestina vivió con su mamá hasta llegar a una
edad mediana y que Ernestina era una mujer buena moza que un buen día intentó explicar
a quien quisiera oírla una alocada idea (opinaron los médicos, que de eso saben
mucho). Pues bien, Ernestina afirmaba que alguien quería prohibir el viento, el
viento aquél de su zonda natal, y que querían prohibirlo sólo porque el dulce
viento solía escribir en las piedras pensamientos duros y pertinaces mientras
soplaba ardiente en los campos de su sanjuan natal.
Y me contaron que por algún raro designio de la ciencia Godoy
Ernestina se encontró un buen día internada en una clínica de los buenosaires;
fue allí que le contó al bueno de Rufino Pocoví su loca idea e inmediatamente Rufino
Pocoví le contestó que al viento hay que respetarlo, porque algunos le dicen
viejo, pero viejo y todo, Ernestina, mire como sopla ese viento suyo.
Luego, no sé cuándo, Rufino Pocoví le contó a Ernestina
Godoy, recomendándole eso sí, que no lo repitiera jamás, (porque eso de “jamás”
es una forma de decir que tienen los doctores), que él, Rufino Pocoví, estaba
seguro que Ernestina tenía razón:
-
el viento zonda forja las dunas de nuestro cuerpo como en un espejo
caliente, con un lápiz perfumado - y modela en las sábanas blancas las formas
del deseo - agregó Rufino Pocoví
Aquí debo reconocer que me
dijeron que Ernestina se ruborizó un poco, ella que era una señorita pero reconoció
entre suspiros secretos que era así nomás, que el viento arrastra las miradas,
las abraza y con los quejidos enciende la ternura entre danzas y que algo crece
y decrece en la piel.
Una tarde en que las gotas de humedad
muerden y la ñata contra el vidrio estimula las confesiones, Ernestina le contó
a María Veydile (la enfermera del segundo piso) que alguien quería prohibir el
viento y le confió sobre Rufino Pocoví; Mary (que es sólo la enfermera del segundo
piso), se escandalizó y le aconsejó que se mantuviera apartada del viento
porque es peligroso y está prohibido, que no es bueno para ella.
Ernestina lo pensó y lo pensó pero
decidió seguir los vericuetos del viento y lo vio quebrar las fronteras de las
rejas del jardín y se imaginó que debía recorrer mapas ignotos y viajar para
siempre como aquel río que dicen que se aleja y no vuelve.
Enterado el Doctor
Mayor, que era un buen hombre a pesar de toda su ciencia, quiso prohibir el
viento. Fue entonces que Ernestina Godoy y Rufino Pocoví tuvieron que esconderse
entre los vericuetos del jardín (que tan bien conocía el jardinero) pero no
sería justo reconocer que desobedecieron del todo al Doctor Mayor ni a la
enfermera del segundo piso y solían encontrarse atravesando las sombras quiero
decir, andaban por ahí sueltos y se escondían cuando alguien paseaba por los jardines y sus veredas.
En la realidad Ernestina y Rufino gozaban
viendo cómo los vecinos de una quinta lindante con el oeste (donde nace el
viento zonda), hacían su labor bienaventurada, porque no hay tarea tan bendita
como la de hacer germinar la tierra pensaban Ernestina y Rufino, y los
granjeros además del trabajo de la casa cuidaban los gansos, los perros y las gallinas y a una torcacita que se refugió
bajo un alero y se quedó para siempre y no faltaba día que los tres, Ernestina
Godoy, Rufino Pocoví y la torcacita reían de buena gana.
No se si es importante aclarar que
Ernestina era de buena familia – de los Godoy y Godoy como dicen en el barrio -,
a la señorita se le notan los modales y el porte distinguido, (dijo la moza del
comedor) aunque por estos tiempos Ernestina vaya vestida con ropas gastadas y
una mantilla tejida al crochet (color amarillo patito) que le cubre los
hombros, y por esa mirada altiva de sus ojos empapados de celestes estrellas y
orgullosas primaveras.
Sí, hay algo entre Ernestina Godoy y Rufino
Pocoví dicen las coníferas celosas...
Una tarde impecable, a Rufino
Pocoví le pareció escuchar que los doctores hablaban de que alguien quería prohibir
el viento, dijeron que es peligroso cuando atraviesa las sombras y Rufino
Pocoví (recordó que alguna vez, en sus mocedades, había sido músico) y quizás
pensó que el viento se desliza como un milagro entre las notas blancas de su verdulera
correntina; y también que la música puede parir y crecer como los amores locos.
Y creo que también pensó que antes de semejante despropósito casi toda la
música nacía del viento; aún en más en la verdulera, aunque los doctores, con
toda su ciencia, lo ignoren.
Y fue para entonces, me
parece, que Rufino Pocoví le contó a
Ernestina Godoy que en algún tiempo él, Rufino Pocoví, para pensarse músico se enganchó en una chacarerata (antigua de verdad), y después se fue a Europa
junto a una chica que también andaba en eso de la canción, aunque él ya había
olvidado como se llamaba.
Y también fue por ese tiempo que un
martes de visita llegó la mamá de Ernestina; fue llegando como si se llevara por los
cabellos, de revoloteo, como gallina
ponedora que sólo puede levantar vuelo corto, por el peso de los huevos, digo;
se le notaba el alboroto gallináceo en el dilatarse de los ojos y en el
movimiento de las manos contrahechas y económicas que a Ernestina le hacían
acordar cómo andan a los picotazos los pollitos. El Doctor Mayor llegó después y entró por el
caminito rodeado de nomeolvides, subió el escalón de la entrada, siempre seguido
por María Veydile (la enfermera del segundo piso).
- Comprenda, doctor, - decía la mamá
de Ernestina - que han corrido rumores -;
la mamá decía eso, pero en realidad todos sabían que la cuentera había
sido Mary que esperaba que las visitas llegaran para largar la lengua y forrar
los bolsillos. Sólo Ernestina no le dio importancia porque para mi mamá los
chismes siempre fueron una preocupación placentera, dijo.
- Yo no me fijo, cada cual hace su vida como
quiere – decía la señora - pero mi hija
es señorita y tratándose de una discapacitada, usted me entiende, Doctor - y permaneció
de pie, con una sonrisa cómplice, las manos escondidas, como si tuvieran
vergüenzas entrelazadas en su espalda.
Al Doctor Mayor, que no por nada
era el director se le dibujó una mueca que solía llevar escondida y aunque no
se le nota, Ernestina le conocía muy bien.
- Me gustaría conversar con usted en
privado - y esperó para que sus palabras crearan el suspenso necesario - permítame
invitarla a mi despacho.
Ahora si a la mamá se le instaló otro
gesto que seguro todavía no conseguía encontrar, lo siguió. Cuando la mamá salió de la entrevista se le había
derrumbado la con cara y todo; claro que Ernestina nunca la había visto así: su
mamá tan charlatana que no paraba de hablar esa tarde estaba silenciosa como un
poste.
Creo que fue a partir de esa tarde que el Doctor Mayor le encargó a Lady
Godiva (que era la psicóloga rubia) que se reuniera con Ernestina Godoy y Rufino
Pocoví y Lady Godiva les dijo que era bueno que los dos se sentaran en la playera,
en el parque, para charlar y charlar. Por
supuesto María Veydile (la del segundo piso) contó que, los novios, en seguida
se abrazaron y se besaron... y luego él
con una mano... pero que parecía que a Ernestina le daba vergüenza (eso creía Mary)
pero que Ernestina no parecía hacer nada por safarse.
Quizás la mamá de Ernestina no entendió que las piedras estaban escritas por los
vientos, incluso el Zonda, desde mucho tiempo antes. Y creo que fue entonces
que Ernestina Godoy y Rufino Pocoví pudieron adivinar que el sonido nacería de la
verdulera y crecería entre amores locos y que a nadie más se le ocurriría
prohibir el viento.
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