Andresito
Oculta en la maraña del
monte, Cecilia Cuyay sigue las sendas que le permiten avanzar entre los juncos
del bañado, mientras busca los vados del río. Silenciosa y atenta, sabe que la
selva amiga la ayudará para evitar las huellas que, entre los altos pastos, fue
dejando la partida invasora al mando de José Francisco de Canto.
Lleva en el nido de sus brazos al pequeño
Andresito Guacurary(*); en el asilo de su almita viven los gritos de dolor de
sus hermanos, indígenas guaraníes pacíficos, asaltados, perseguidos y reducidos
a la esclavitud por las huestes paulistas de los Bandeirantes que venían
bajando desde el Río Pardo y las gargantas de la sierra de Maracayú, y se
echaron sobre religiosos y familias de San Francisco Borja.
La fugitiva desconoce el destino que encontraron los prisioneros. Pero intuye que nada bueno debe ser si los enemigos entraron en su pueblo saqueando y matando. Sus ojos aterrados vieron tambalear y caer, sobre el techo de palmas de la capilla, la cruz de troncos de laurel negro; agonizaba herido de flecha el cacique Corubá, mientras se escuchaban los gritos de horror de las jóvenes mancilladas.
A Cecilia la guían las voces de los ancianos, aquellas que narraban en su lengua ancestral las antiguas desventuras de la raza. La valiente guaraní va abriendo con su machete la esperanza; lleva una larga caminata entre pantanos, malezales y campos desiertos; acosada por las fieras. Sin embargo la temida yarará jaspeada, oculta en los matorrales la mira pasar compasiva, el yaguareté moteado la vigila en las sombras, y hasta el pitanguá calla su canto de mal agüero.
—Aloja, aloja. —Reclama su boca seca; mitiga el hambre de su niño con las raíces y los aguaí silvestres de la tierra generosa; de los pechos rojos, como la tierra misionera, mana el alimento para su añá (3).
La fugitiva desconoce el destino que encontraron los prisioneros. Pero intuye que nada bueno debe ser si los enemigos entraron en su pueblo saqueando y matando. Sus ojos aterrados vieron tambalear y caer, sobre el techo de palmas de la capilla, la cruz de troncos de laurel negro; agonizaba herido de flecha el cacique Corubá, mientras se escuchaban los gritos de horror de las jóvenes mancilladas.
A Cecilia la guían las voces de los ancianos, aquellas que narraban en su lengua ancestral las antiguas desventuras de la raza. La valiente guaraní va abriendo con su machete la esperanza; lleva una larga caminata entre pantanos, malezales y campos desiertos; acosada por las fieras. Sin embargo la temida yarará jaspeada, oculta en los matorrales la mira pasar compasiva, el yaguareté moteado la vigila en las sombras, y hasta el pitanguá calla su canto de mal agüero.
—Aloja, aloja. —Reclama su boca seca; mitiga el hambre de su niño con las raíces y los aguaí silvestres de la tierra generosa; de los pechos rojos, como la tierra misionera, mana el alimento para su añá (3).
¡Chabé! Cruzando el río está
la misión de Santo Tomé, allí, allí nomás.
(*) Andres Guacurari y
Artigas: guaraní; caudillo artiguista.
(1) aloja: refresco de agua
y miel de caña
(2) aguaí: árbol frutal
(3) añá: hijo
4) Chabé: cuidado!
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