EL UNICO ESCRITOR SOY YO - DON QUIJOTE

Relato en pequeño formato - En mi voz -- Amigos

domingo, 31 de diciembre de 2017

La vida de un ávalo


La vida de ávalo
La cueva está cerca y los enemigos hocican el aire, trasponen en declive. Todo lo que queda de la covacha es una entrada. Cuántas veces escapó a las redes tendidas por múltiples enemigos, también hubo quienes se sumergieron en su habitáculo por zòcalos y ventanas. Por momentos cree que està loco, pero es su destino de miserò insecto ser perseguido por dementes lepidòpteros, y himenopteros y dìpteros. Juegan con èl a las escondidas mientras lo rozan agresivos con la intenciòn de aterrarla. La pariciòn de cada avàlo  engendradado y sus pequeños cosquillean entre las revàlidas  de las cosas. Por el piso cruza un rehilete. Su cuerpo  disyuntivo es alcanzado y muere. Logrò fugarse. Desencantado, doblò el envite y tupiò el retozo. La luz se apaga y los àvalos huyen hasta ser menos que enervados insectos en vuelo. El resto es solo pedruzcos. A veces soy hombre ò antròpodo.     

domingo, 24 de diciembre de 2017

En mi voz La Laguna de Caronte






La laguna de Caronte -

“Quien lucha con monstruos ha de tener cuidado
de no convertirse en un monstruo también él"   F. Nietzsche.

Soñé radicarnos en el pueblo de La laguna de Caronte.
  A esta altura de nuestra vida recuerdo nuestras fantasías. 
 Sobre éste pueblo, sobre la laguna, sobre los fantasmas de los no-vivos, relacionados directamente con el estado trascendental de la muerte.
   No puedo escaparme de mi misma, yo seguiré siendo yo y mis circunstancias dondequiera que vaya: en mi pequeño planeta lejano que esta noche brilla como una estrella, en la gran ciudad (donde presté servicios como enfermera hasta jubilarme) o en esta playa asomada a la gran laguna.
   Sufrimos la xenofobia general de los terrestres y nuestra existencia fue difícil. Trajimos algunos muebles, vajilla, la ropa que deberé adaptarla a este clima.
   —Penélope, está listo el mate. —El que habla es mi marido. Debí incluir a Ulises en el detalle de mi equipaje, porque yo lo convencí de mudarnos aquí.
    Se impone que a esta altura aclare como fueron nuestros primeros días.
    Al principio el pueblo nos miró de costado.
   Nos observaron e interrogaron mal disimulando su desconfianza.
   Desconfianza pueblerina que se traduce en una amabilidad forzada que se hace por demás evidente.
   Pensamos que no lo notarían, que nuestra baja estatura fuera aceptada, venimos de un planeta pequeño, Caronte.
   Creo que los alertó, los hizo sospechar, fue que ninguna mascota se acercara ni a pedirnos un hueso. 
    —Un poco de tiempo y paciencia —nos dijimos.
    Ulises colocó en la entrada de la casa un cartelito primoroso, en madera tallada, que aún hoy dice: “Enfermera diplomada. Inyecciones. Presión. Cuido enfermos”.
    Y me senté a esperar.
    A esperar que mi profesión de toda la vida me introdujera en las casas de la gente como una bruja buena que alivia dolores del cuerpo y el alma.
   En cuanto a Ulises, perdió el pelo pero no las mañas.
   Como había sido adiestrado, intentó infiltrarse en las organizaciones intermedias para desplegar su actividad de detective de entuertos.
   En la cooperativa de teléfonos, como socio usuario, tenía el derecho de participar en la comisión directiva. No lo aceptaron: luego advertimos que nuestras inocentes conversaciones telefónicas eran “pinchadas”.
   Habíamos traído nuestro sistema de comunicación interestelar y todo estaba bien resguardado.
   Se sucedieron algunas reuniones en casas donde se resucitaban a aquellos antiguos héroes dispuestos a inmolarse por la cosa pública.
   Todo se fue aquietando: aquellos vecinos que empujados por Ulises, habían tomado la participación como un juego, alternativo al billar o la taba, empezaron a sentir que la guerra justa desatada por mi marido contra la malversación e impunidad no los motivaba y los involucraba a trabajar sin descanso y decidieron que no valía la pena perder la tranquilidad por unos cuantos pícaros.
   “Son nuestros vecinos de siempre” era su filosofía y nos fueron retaceando su presencia.      Ulises seguía detrás de sus ideas.
    Esto nos aisló y también afectó mi actividad y no nos pasó desapercibido en los bolsillos. 
   Y hacer frente ahora a este fracaso... 
   En este tiempo de ancianos, me quise despedir de Ulises pero él no lo aceptó y juntos emprendimos el último viaje de los caronteses sumergiéndonos en la laguna .




El espacio interior


Tomado de Google



El espacio interior                                     

Cuando Juan regresa, tras haber estado sometido a las condiciones de microgravedad y a la radiación del espacio, suele volver muy débil.
Pero nada se pierde porque nada puede existir sin su doble, por eso la información que se almacena en las células queda en el ángel de la guarda y los dobles de los astronautas están en algún lugar del mundo. Si esos dobles se encontraran, alguna vez por casualidad frente a la Torre Eiffel no se reconocerían, porque encerrados en sus paradigmas verían lo que quieren ver.
   Juan vive con su cuerpo sus sentimientos y en otro tiempo su doble vive con otro cuerpo otras conmociones.
   Esto puede convertirse en un juego mortal. Juan pasó por esta experiencia metafísica atravesando situaciones de fobias irracionales.
   Pasaba por la Strassenbauer cuando ve sentado en la mesa de la ventana, en un pequeño bar, a un sujeto parecido a él. Demasiado parecido. Pensó que era un engañoso reflejo y se volvió. El hombre seguía sentado en el lugar y aunque iba de camisa verde, traje marrón claro, zapatos al tono, era evidente que el parecido era asombroso. Se detuvo y lo enfrentó pero el otro siguió conversando con su vecino de mesa sin prestarle atención. Juan se sintió ridículo y se alejó muy intrigado. Como se dirigía a la universidad buscó en la biblioteca a Frau Kreimer quien comenzó a explicarle sobre el desdoblamiento del tiempo.
     Más que confundido se dirigió a una iglesia pero el sacerdote le aconsejó conectarse a sí mismo y perdonarse el pecado original. Juan se quedó intrigado frente al altar y le preguntó al Señor, pero ya sabemos que en ciertos momentos el silencio de Dios puede ser agobiante.
    El chaleco de fuerza suele dejarlos débiles y exasperados pero a Juan le dio cierta seguridad: nada más podía sorprenderlo. Y no es poca cosa para quien regresa del espacio interior.


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jueves, 21 de diciembre de 2017

El viento Zonda - cuento





Una tarde de viento oeste, una tarde que paseaba por los senderos de Parque Leloir escuché que alguien comentaba que Ernestina Godoy y Rufino Pocoví se escondían en los jardines de la Clínica del Parque para intercambiar palabras y caricias que les traía la brisa.
Y dijeron que Rufino Pocoví —después de muchos inviernos viviendo allí, tantos que ya nadie recordaba por qué había ingresado— logró que el Doctor Mayor le confiara su jardín, con las flores de estación y de las otras y los paraísos y eucaliptos y acacias y pinos negros, blancos, y muchos otros y que Rufino Pocoví le explicó a su mujer que los pinos tienen siempre verdes las hojas y le regaló varias piñas, fruto de sus árboles amados.
Dijeron que Ernestina vivió con su mamá hasta llegar a una edad mediana y que Ernestina era una mujer buena moza que un buen día intentó explicar a quien quisiera oírla una alocada idea (opinaron los médicos, que de eso saben mucho). Pues bien, Ernestina afirmaba que alguien quería prohibir el viento, el viento aquél de su zonda natal, y que querían prohibirlo solo porque el dulce viento solía escribir en las piedras pensamientos duros y pertinaces mientras soplaba ardiente en los campos de su sanjuan natal.
Y me contaron que por algún raro designio de la ciencia Godoy Ernestina se encontró un buen día internada en una clínica de los buenosaires; fue allí que le contó al bueno de Rufino Pocoví su loca idea e inmediatamente Rufino Pocoví le contestó que al viento hay que respetarlo, porque algunos le dicen viejo, pero viejo y todo, Ernestina, mire como sopla ese viento suyo.
Luego, no sé cuándo, Rufino Pocoví le contó a Ernestina Godoy, recomendándole eso sí, que no lo repitiera jamás, (porque eso de “jamás” es una forma de decir que tienen los doctores), que él, Rufino Pocoví, estaba seguro que Ernestina tenía razón:
—El viento zonda forja las dunas de nuestro cuerpo como en un espejo caliente, con un lápiz perfumado y modela en las sábanas blancas las formas del deseo —agregó Rufino Pocoví
Aquí debo reconocer que me dijeron que Ernestina se ruborizó un poco, ella que era una señorita pero reconoció entre suspiros secretos que era así nomás, que el viento arrastra las miradas, las abraza y con los quejidos enciende la ternura entre danzas y que algo crece y decrece en la piel.
Una tarde en que las gotas de humedad muerden y la ñata contra el vidrio estimula las confesiones, Ernestina le contó a María Veydile (la enfermera del segundo piso) que alguien quería prohibir el viento y le confió sobre Rufino Pocoví; Mary (que 130

es solo la enfermera del segundo piso), se escandalizó y le aconsejó que se mantuviera apartada del viento porque era peligroso y estaba prohibido, que no era bueno para ella.
Ernestina lo pensó y lo pensó pero decidió seguir los vericuetos del viento y lo vio quebrar las fronteras de las rejas del jardín y se imaginó que debía recorrer mapas ignotos y viajar para siempre como aquel río que dicen que se aleja y no vuelve.
Enterado el Doctor Mayor, que era un buen hombre a pesar de toda su ciencia, quiso prohibir el viento. Fue entonces que Ernestina Godoy y Rufino Pocoví tuvieron que esconderse entre los vericuetos del jardín (que tan bien conocía el jardinero) pero no sería justo reconocer que desobedecieron del todo al Doctor Mayor ni a la enfermera del segundo piso y solían encontrarse atravesando las sombras quiero decir, andaban por ahí sueltos y se escondían cuando alguien paseaba por los jardines y sus veredas.
En la realidad Ernestina y Rufino gozaban viendo cómo los vecinos de una quinta lindante con el oeste (donde nace el viento zonda), hacían su labor bienaventurada, porque no hay tarea tan bendita como la de hacer germinar la tierra pensaban Ernestina y Rufino, y los granjeros además del trabajo de la casa cuidaban los gansos, los perros y las gallinas y a una torcacita que se refugió bajo un alero y se quedó para siempre. y no faltaba día que los tres, Ernestina Godoy, Rufino Pocoví y la torcacita reían de buena gana.
No sé si es importante aclarar que Ernestina era de buena familia —de los Godoy y Godoy como dicen en el barrio—, a la señorita se le notan los modales y el porte distinguido, (dijo la moza del comedor) aunque por estos tiempos Ernestina vaya vestida con ropas gastadas y una mantilla tejida al crochet (color amarillo patito) que le cubre los hombros, y por esa mirada altiva de sus ojos empapados de celestes estrellas y orgullosas primaveras.
Sí, hay algo entre Ernestina Godoy y Rufino Pocoví dicen las coníferas celosas...
Una tarde impecable, a Rufino Pocoví le pareció escuchar que los doctores hablaban de que alguien quería prohibir el viento, dijeron que es peligroso cuando atraviesa las sombras y Rufino Pocoví (recordó que alguna vez, en sus mocedades, había sido músico) y quizás pensó que el viento se desliza como un milagro entre las notas blancas de su verdulera correntina; y también que la música puede parir y crecer como los amores locos. Y creo que también pensó que antes de semejante despropósito casi toda la música nacía del viento; aún en más en la verdulera, aunque los doctores, con toda su ciencia, lo ignoren. 131

Y fue para entonces, me parece, que Rufino Pocoví le contó a Ernestina Godoy que en algún tiempo él, Rufino Pocoví, para pensarse músico se enganchó en una chacarerata (antigua de verdad), y después se fue a Europa junto a una chica que también andaba en eso de la canción, aunque él ya había olvidado cómo se llamaba.
Y también fue por ese tiempo que un martes de visita llegó la mamá de Ernestina; fue llegando como si se llevara por los cabellos, de revoloteo, como gallina ponedora que solo puede levantar vuelo corto, por el peso de los huevos, digo; se le notaba el alboroto gallináceo en el dilatarse de los ojos y en el movimiento de las manos contrahechas y económicas que a Ernestina le hacían acordar cómo andan a los picotazos los pollitos. El Doctor Mayor llegó después y entró por el caminito rodeado de nomeolvides, subió el escalón de la entrada, siempre seguido por María Veydile (la enfermera del segundo piso).
—Comprenda, doctor, —decía la mamá de Ernestina— que han corrido rumores —la mamá decía eso, pero en realidad todos sabían que la cuentera había sido Mary que esperaba que las visitas llegaran para largar la lengua y forrar los bolsillos. Solo Ernestina no le dio importancia porque para mi mamá los chismes siempre fueron una preocupación placentera, dijo.
—Yo no me fijo, cada cual hace su vida como quiere —decía la señora— pero mi hija es señorita y tratándose de una discapacitada, usted me entiende, Doctor —y permaneció de pie, con una sonrisa cómplice, las manos escondidas, como si tuvieran vergüenzas entrelazadas en su espalda.
Al Doctor Mayor, que no por nada era el director, se le dibujó una mueca que solía llevar escondida y aunque no se le notaba, Ernestina le conocía muy bien.
—Me gustaría conversar con usted en privado —y esperó para que sus palabras crearan el suspenso necesario— permítame invitarla a mi despacho.
Ahora sí a la mamá se le instaló otro gesto que seguro todavía no conseguía encontrar, lo siguió. Cuando la mamá salió de la entrevista se le había derrumbado la cara y todo; claro que Ernestina nunca la había visto así: su mamá tan charlatana que no paraba de hablar esa tarde estaba silenciosa como un poste.
Creo que fue a partir de esa tarde que el Doctor Mayor le encargó a Lady Godiva (que era la psicóloga rubia) que se reuniera con Ernestina Godoy y Rufino Pocoví y Lady Godiva les dijo que era bueno que los dos se sentaran en la playera, en el parque, para charlar y charlar. Por supuesto María Veydile (la del segundo piso) contó que, los novios, en seguida se abrazaron y se besaron... y luego él con una mano... pero que parecía que a Ernestina le daba vergüenza (eso creía Mary) pero que Ernestina no parecía hacer nada por zafarse. 132

Quizás la mamá de Ernestina no entendió que las piedras estaban escritas por los vientos, incluso el Zonda, desde mucho tiempo antes. Y creo que fue entonces que Ernestina Godoy y Rufino Pocoví pudieron adivinar que el sonido nacería de la verdulera y crecería entre amores locos y que a nadie más se le ocurriría prohibir el viento.
ADA INÉS LERNER
Argentina WEB: http://yosoylaescritura.blogspot.com

http://empezarporcerrarlosojos.blogspot.com 133 134