EUSKO ETXEA DE CORPUS CHRISTI. MISIONES
CATEGORÍA: ADULTOS
TEMA:
RELATO ASOMBROSO
MENCIONES
ESPECIALES:
1.-“Una
colmena invadida”. Autor: Ada I)nés Lerner. Domicilio:Ituzaingó
(Prov. de Buenos Aires). Rep. Argentina.
Una colmena invadida
“Hay tiempo para
llorar,
Ch’amigo, dijo el
Carau...”
de canción folklórica
correntina
¿Hubieran imaginado ustedes, alguna vez, el
futuro que acechaba a mi pueblo? un futuro tan previsible y cruel,
tan natural
y alucinante...
No sé
si estoy capacitada para relatar esta pequeña historia o esta historia pequeña
de una colmena que fue
ocupada mientras dormía a la vera del río. Aún desde la
especial visión que da el tiempo pasado es difícil
independizar el relato de
mis sentimientos. Si no lo logro, espero sabrán comprender.
Aquella vez aprendí que hay personas que
viven de construir apariencias que llegan a parecer reales.
Personas que, es un
parecer mío, no están conformes con su realidad ¿o será que “esta invasión”
tomó
desprevenidas a personas sencillas?
Max Todres (el afamado director) llegó a mi
pueblo con su equipo de técnicos, auxiliares y artistas y se
instalaron en el
único hotel, propiedad de mis padres. Los clientes habituales, comisionistas y
corredores,
por ser viejos conocidos fueron alojados en casas de familia.
A “los de la película” (aún ahora los llaman así) algunos vecinos
los vieron pasar girando apenas la cabeza,
de soslayo, lo mismo que en los
campos linderos a la ruta las vacas miran pasar el tránsito mientras no dejan
de pastar y rumiar, rumiar y pastar.
En cambio, algunos jóvenes se ofrecieron
para servir a los extraños, quizás por necesidad de trabajo y otros
como mi
hermana, la Lucrecia ,
con la secreta esperanza de “ser descubiertos” por una cámara casual, como a
Audrey Hepburn en aquella película en que ella es empleada de una antigua
librería.
Creo que en la especie humana no abundan
ejemplares que puedan reconocer hasta dónde llegan las riberas
de la verdad y
las de la ficción, antes de que sea tarde.
La invasión llegó tiempo antes de que se
fugaran mi marido con la
Lucrecia , que parecía escuelera todavía;
fue entonces cuando
mis gurises y yo nos refugiamos en el hotel.
─Que el buen Tupá se apiade de nosotros ─solía
decir la abuela.
Al principio pensé que mi dolor era
irremediable. Hasta me parecía oír los pasos de él en la soledad de mis
noches.
Me costaba mucho esfuerzo ir al trabajo, prestar atención a los clientes, pero
debía hacerlo y no podía
hablarles de mi tristeza.
¿Cómo contarles, sólo poner en palabras,
esta sensación de haber perdido una parte de mí?
Además, de haber sido estafada por mi propia
hermana.
Bueno, aquí ya estaban todos o casi todos,
envueltos en esa ráfaga en que se había convertido la vida del
pueblo en plena
filmación. Diría que llegaron como el tsunami de Indonesia y cuando se fueron
todo quedó
como en un recuerdo, las víctimas rondando como pájaros que
perdieron sus árboles, árboles fantasmales,
pobres pájaros a los que les habían
prometido la sombra fresca y la música del viento silbando entre las
hojas.
Hoy, los heridos son sólo bocas y manos en
busca del reparo amoroso.
Los extraños tenían horarios poco convencionales
para nuestra pachorra provinciana.
Increíblemente ninguno de ellos era siestero
pero aún así, debo reconocer que algunos de los nuestros fueron
felices con la
inconsciencia de un gurí, y algunas guainitas cayeron en las redes del Curupí,
el diablo de la siesta, engolosinadas en el regocijo no temieron verse
empachadas por la aventura.
El dolor fue pasando. Casi sin darme
cuenta.
Había mucho trabajo y tantos romances como
en las novelas de la tele. Mi pueblo, convulsionado por
“los invasores” como
también solían llamarlos, se olvidó de mí.
Y las aguas del río fueron pasando.
Le prendí muchas velas a la virgencita
porque bien es sabido cuánta luz necesitan los que se quedan y
cuán oscuro es el camino de los que se van.
Es peor si los persigue la envidia de los que no nos animamos
a irnos.
Algunos paisanos preguntaron a los
“payeseros” por las intenciones de los invasores, y ellos aseguraban
que no se
iban a enraizar ni a quedarse más allá del tiempo de terminar la filmación;
solían decir que sólo
nos atravesarían como el río que corre a nuestra vera y
que se irían para no volver como las aguas de este río,
que aún así es tan
nuestro.
Debo
reconocer que me extrañó que a mis paisanos, arraigados a la vida de campo, esta
sensación
ligera, tornadiza, caprichosa no los alertara como el grito agorero
del pitanguá; solía decir mi abuela
que cuando este pájaro pecho amarillo se
posa sobre una choza, sus gritos son de alerta y su canto
anuncia malas nuevas.
Puede ser que algunos de mis paisanos se
sintieran sólo refugiados en esta tierra, que en definitiva no nos
pertenece,
quizás porque también nosotros somos invasores en la tierra guaraní.
Cuando comenzó el segundo mes ya no me
alcanzaban los dedos de una mano para contabilizar los romances
entre extraños
y propios. Los que estaban interesados
en esa pesca explicaban que, según los recién llegados,
era justo (y necesario)
que se enamoraran, dado que eran personas sensibles dedicadas a la creación
artística.
Hoy la tranquilidad volvió al pueblo, mi
hermana quedó en evidencia, aunque a mí no me sorprendió;
sólo yo, gracias a la virgencita, permanecí ajena a la tentación. Por eso puedo
relatar desde el lugar de
observadora aunque de seguro no soy imparcial.
Muchos
de los nuestros pensaron en cambiar “el río por un mar de gente”, como dice
León.
¿Y por qué? Porque un mundo nuevo, brillante
(como las escamas del dorado) y prometedor alucinó a
nuestra comunidad. Un
mundo conocido, porque los medios de comunicación modernos se encargan
sobradamente de acercar a todos los rincones las luces deslumbradoras de “la
calle Corrientes”,
como diría un tanguero.
Cada uno de los protagonistas, por su lado,
descubrió las delicias y amarguras de navegar en esos
amores (peligrosos como
los rápidos del río).
Claro que pocos pensaron realmente en lo
efímero de la situación.
Hasta que el viejo “FIN” apareció en la
pantalla, se abrió la tranquera de la despedida y los extraños
partieron como
aves peregrinas.
Se anunció el éxodo de algunos de nuestros
jóvenes y otros no tan jóvenes. Y también supimos que
llegarían nuevos
habitantes a nuestro pueblo. Nuevos y
pequeños vecinos, que no siempre serían bien
recibidos (todos conocemos
historias así ¿para qué repetirlas en detalle?).
Soy testigo de que en esos hogares se
trastocaron valores y códigos familiares, y también que se pusieron
al
descubierto luces y sombras.
Puedo asegurarles que, en esta colmena, ya
nada ni nadie volverá a ser igual.
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