Desde el ajedrez de los
niños
Ada Inés Lerner
La bruja abrió el Libro
Amarillo y recorrió sus páginas sanguinolentas. Escudriñó a un lado y a otro
para asegurarse que nadie la espiaba y cuando estuvo segura que estaba sola
buscó un potaje secreto y el espejo mágico para embellecer su rostro, quería conquistar
al nuevo verdugo.
Hombre fiel al Rey Blanco y a sus deberes podría
suministrarle cabezas decapitadas para sus experimentos. Cuando vio que el día
se desmoronaba en nubarrones negros como su alma se acercó volando a la casa de
su futuro cómplice. En su ansiedad olvidó cambiar su ropa pero en un toque
mágico se vistió de lila. Esperaba ansiosa que él la recibiera.
—¡Verdugo!
—gritó frente a su puerta, las paredes se estremecieron —tengo algo importante
que ofrecerte —simuló con una vocecita sugestiva y casi femenina —Tú que eres
el temor de todos los reyes y peones podrás vivir por siempre si hacemos un
arreglo.
Silencio.
—¡Yo no tengo miedo de
los reyes ni peones! —bramó el verdugo —¡Fuera, de mi puerta, vete! —gritó de
tal forma que el Rey Negro que cazaba por las cercanías los escuchó. Y también
sus alguaciles que en tiempo de paz tocaban en sus laúdes canciones a las Reinas que jugaban con las
Torres.
Los caballos blancos relincharon fiero y la Reina Madre Blanca cuchicheó con su par, la Reina Madre Negra, porque a las Madres no les gusta la guerra, y cubrieron de polvo los ojos de la bruja que se retiró desarrapada y sucia y el Verdugo no abrió nunca más su puerta. Allí quedó esclavo.
—Los peones no tienen que preocuparse todo será paz y alegría porque —sonrieron —los hombres no existen.
Los caballos blancos relincharon fiero y la Reina Madre Blanca cuchicheó con su par, la Reina Madre Negra, porque a las Madres no les gusta la guerra, y cubrieron de polvo los ojos de la bruja que se retiró desarrapada y sucia y el Verdugo no abrió nunca más su puerta. Allí quedó esclavo.
—Los peones no tienen que preocuparse todo será paz y alegría porque —sonrieron —los hombres no existen.
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