EL UNICO ESCRITOR SOY YO - DON QUIJOTE

Relato en pequeño formato - En mi voz -- Amigos

lunes, 20 de junio de 2016

Loteada - Ada Inés Lerner



Loteada - Ada Inés Lerner:                               


Lotes en Marte, pronto partirá la nave, a diez pesos cada
uno -- el niño, vestido con ropa del finado (de mayor talle), los dedos de los
pies fuera de unas zapatillas que siempre le han quedado chicas, carita
iluminada con ojitos de hambruna añeja recorre la taberna portuaria y deja en
cada mesa unos papelitos que pasa a buscar luego y controla si el supuesto
cliente falla

–Déle, don, es un viaje corto y ya va reservando su lotecito

–Gracias no tengo interés – Gideon se siente desdichado porque el niño no lo
mira de frente, ¿su respuesta no es importante? Es la primera sílaba que acudió
a sus labios. No tiene intención de lastimar al niño con una negativa.

–Mire que la nave ya está por salir, podrá ubicarse donde quiera y recién se
está poblando el planeta rojo, estará cerca del Super Chino, de los cines –
repite el precoz vendedor sin mirar a nadie en particular y la vista fija en la
mesita mugrienta y los platitos con algunos restos. Lorenzo observa al niño
como si no lo hubiera escuchado y le tiende los palitos salados que el rapaz
devora al instante.

 —Déle don, -- el niño se vuelve a
Lorenzo. Lorenzo le acerca unas aceitunas flacas y arrugadas que desaparecen  –será dueño, con su amigo, de un lote para un
bar  – la mirada abarca el local -- más
grande que éste.

—Eh! mocoso, ¿qué te pasa? encima que te dejo entrar – protesta el tronpa
detrás del mostrador. La panza no lo deja acercarse al escaño y la diabetes ya
le ha atacado las piernas, así que se bambolea con un ritmo irregular según el
dolor. No escucha gran cosa y ve menos.

El aludido, como si no hubiera registrado que se dirigen a él se vuelve al
tercero en la mesa.

—Y usted señor – la diferencia en el trato la hace el viejo fieltro que tapa la
calva de don Ferro y su chaleco rayado bajo un ropaje que no se caracteriza por
su armonía. La camisa ostenta el cuello despeluchado y las mangas no aparecen
por ningún costado —usted que es un señor querrá tener una parcela mayor en el
centro mismo. Don Ferro, elevado de categoría por el rapaz, quiere ser generoso
y le estira su jarra de cerveza.

—¡Animal! los chicos no… Sin dudarlo el vendedor traga de un sorbo los restos
de la bebida. Esto fue algo imprevisto a más no poder, aun sin ser exactamente
una iglesia. Lorenzo se siente un tanto azorado, pero también nota que le suda
la región baja de la espalda, justo por encima de su cinturón de cuero de
ocasión.

—¿Y las llevas encima? – murmura Lorenzo.

—Sí, don, la nave ya da vueltas – el vendedor hace un aspa con un brazo  –y da vueltas y más vueltas y da vueltas sin
parar, y así pronto partirá sin tiempo hacia el futuro.

—Sí –dice Gideon –tomá diez pesos para que de vueltas sin fin.

—Gracias, don, señor – como si fuera a partir ya a velocidad supersónica –,
gira y gira. Pueden verla en la esquina…

Don Ferro no supo dónde meterse. Incapaz de sonrojarse, fue más copioso su
sudor. Nunca le había ocurrido nada como aquello, jamás. Se sentía desarmado,
desmontado del caballo, y triste. Los ojos de todos ellos, los estibadores de
hombros encorvados, los ferroviarios enzarzados en un truco tramposo o haciendo
eses de camino a casa quedaron excluidos del todo, o tal vez aún mejor, eran
del todo desconocidos y mucho más terrible, los ojos del niño se han clavado en
él. Gideon sintió el rabo entre las piernas. Se le conocía allí dentro, en el
sentido de que su grotesca apariencia externa tiempo atrás había dejado de
contrariar y distanciar a los camareros. Aquel condenado chaval, con sus trapos
y su presencia magnética los tenía a su merced.

–No –farfulló Gideon –no, muchas gracias, esta noche no, gracias.

–Sólo me quedan las últimas se las dejo por nada, yo también parto, ¿para qué
quedarse, no les parece?

– ¿Y cómo sabré –musita Lorenzo con un hilillo de voz –que no me estás metiendo
el perro?

--La nave gira y gira y nos promete un futuro mejor... –Dios lo bendiga, señor
–el niño hace ademán de marcharse.

-- Eh –exclama don Ferro –que me debés las entradas… me debés dos.  Gideon no reclamó. Se metió la lengua para
dentro .

 -- Allá nos encontramos –dice el niño
con claridad.

 – Amén – don Ferro miró el fondo del
vaso.

 – Lotes en la luna –arrimó otro –el
viejo cuento porteño

–Los mejores lotes –don Ferro rugió – Para huir de este mundo, de nuestras
penas, diez pesos por los mejores sueños.

Esto fue imprevisto, aún en el remedo de fraude todos se sintieron cómplices
del fracaso de los seres humanos a la hora de comunicarse. El niño desplegó un
par de alitas y desapareció.

--¿Una ronda más, compañeros?

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